miércoles, 5 de noviembre de 2008

Santa Cruz: testimonio de las épocas neolítica y medieval

En ese lugar privilegiado, la construcción del dolmen, realizada no lejos del 3000 antes de Cristo, partiría de la necesidad de las comunidades neolíticas de concretar un punto de referencia; de la consagración de un enclave céntrico en el que, bajo la fórmula de un panteón comunal, se realizaran las ceremonias colectivas que vendrían a estimular tanto las relaciones sociales como los intercambios mercantiles.

MIGUEL ÁNGEL DE BLAS CORTINA - 09/09/2008

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La Vega de Contranquil, en Cangas de Onís, extendida entre los ríos Sella y Güeña y las estribaciones del Monte Llueves, estaba habitada a fines de la última glaciación por grupos de recolectores y cazadores paleolíticos (magdalenienses) asentados en la Cueva de los Azules. La permanencia milenaria de estas gentes alcanza hasta el VIII milenio antes de Cristo, continuada por los epipaleolíticos (azilienses), uno de cuyos miembros sería enterrado en aquel remoto tiempo a la entrada de la caverna. La tumba de Los Azules, descubierta en 1975, es uno de los ejemplos funerarios más antiguos y mejor conocidos de la prehistoria del norte peninsular.

A partir de esa dilatada etapa sobreviene el silencio de las fuentes arqueológicas que sólo será roto por la presencia en la zona de los pobladores neolíticos. Desconocemos si estas sociedades de pastores y campesinos llegaron a aprovechar como vivienda o refugio ocasional alguna de las cuevas o abrigos abiertos en la base acantilada del Monte de Llueves; su presencia, sin embargo, se manifiesta con vigor en la construcción de un montículo artificial en cuyo interior se disponía una cámara sepulcral edificada con grandes bloques de piedra. El conjunto monumental responde, pues, a lo que se suele conocer como un dolmen: una arquitectura que, más allá de su función sepulcral, se erige en un sólido reflejo del deseo de los constructores de afirmar la posesión del territorio en el que aquélla se asienta.

Esos dólmenes, que convierten el ambiente natural en un paisaje humanizado por su presencia frecuente en toda la región cantábrica, son particularmente escasos en la cuenca del Sella; en todo caso, los conocidos ocupan enclaves altos, en lomas y collados, mientras que el dolmen cangués aparece en el fondo del valle, en conflicto con las crecidas habituales de los ríos inmediatos y con el bosque que sería denso en un medio bien irrigado.

Analizada en detalle, la población inhabitual de nuestro dolmen responde justamente a la clara elección de un área singular donde confluyen los itinerarios que transitan del litoral marino a la montaña, y de la depresión prelitoral que lleva de la Asturias central a la cuenca abierta hacia el oriente de la región. Se levanta, en definitiva, en el cruce de los principales corredores de tránsito de hombres, animales y mercancías, cumpliendo una misión básica de punto de encuentro, de cabecera comarcal.


En ese lugar privilegiado, la construcción del dolmen, realizada no lejos del 3000 antes de Cristo, partiría de la necesidad de las comunidades neolíticas de concretar un punto de referencia; de la consagración de un enclave céntrico en el que, bajo la fórmula de un panteón comunal, se realizaran las ceremonias colectivas que vendrían a estimular tanto las relaciones sociales como los intercambios mercantiles y también la circulación de noticias y experiencias entre los diferentes grupos dispersos por un amplio territorio.


La entidad del dolmen, la decoración de sus paredes, tal vez la notabilidad de los allí enterrados -acaso los antepasados comunes que explican el origen de las comunidades asentadas en el entorno- hizo que con el tiempo el lugar se volviera un espacio respetado, provisto de un prestigio capaz de prolongarse mucho más allá de su época.

En el año 737 d. C. construyó Favila, sucesor del caudillo Don Pelayo, un templo en honor de la Santa Cruz, sólo algunos años después de la legendaria batalla de Covadonga (celebrada hacia el 722); el edificio cristiano fue erigido, precisamente, sobre el montículo prehistórico. Es improbable que esta ubicación se debiera al simple azar; en realidad, los caudillos del naciente Reino de Asturias de la Alta Edad Media buscaban para legitimar su poder, aun tambaleante, el apoyo de los viejos símbolos, el respaldo del prestigio de los lugares entendidos como sagrados desde épocas remotas; la captación de la fuerza y autoridad de los enclaves ancestrales.

En 1572 Ambrosio de Morales, cronista de Felipe II, indicaba la existencia en la iglesia de una cripta conteniendo la tumba de Favila; poco después, el historiador Padre Carvallo señalaba la misma cavidad, de la que los fieles extraían tierra sagrada, capaz de curas milagrosas. Anotaban ambos eruditos un raro fenómeno arqueológico, la presencia de la cámara dolménica, hecho que sólo sería identificado tras las excavaciones que Antonio Cortés realizara en 1851. Ya estaba por entonces abandonada la iglesia, cesado el culto en 1808 con la invasión napoleónica. El templo llegado hasta 1936, y destruido durante la guerra civil, había sustituido en 1632 al original del siglo VIII (del que todavía se conservaba la lápida de consagración del 27 de octubre del año 737). La capilla actual es obra de posguerra, inspirado su estilo en el barroco tradicional.

EL MEGALITO Y SU CONTENIDO ARTÍSTICO

Con las deformaciones inherentes a su dilatada historia se constituía el túmulo prehistórico en una estructura de planta oblonga, de más de tres metros de altura, edificada con los cantos y arenas de la terraza fluvial que le daba asiento.

En su interior se situaba la cámara dolménica, de planta poligonal y abierta al este por un hueco que permitía el ingreso lateral en la misma. Frente a la puerta, la cabecera del sepulcro queda bien establecida por una laja rectangular, cuidadosamente labrada y de unos 2,25 m de altura. Un cierto arreglo, con empeño menor, se observa en otros bloques: el de mayor anchura, contiguo a la cabecera, ofrece en su extremo superior una evidente tendencia semicircular; enfrente, otro ortostato presenta en su lado superior una muesca o concavidad en cuyo fondo se abre, excavado en la piedra, un profundo hoyo troncocónico (¿acaso el encaje de un elemento arquitectónico u ornamental destruido, o cazoleta para el depósito de una ofrenda?).

Todos esos arreglos, formas, etc., no son aleatorios, sino consecuencia de una precisa intención, ajustada al ritual neolítico, a sus claves y mensajes. En todo caso, la capacidad del sepulcro, en el que se podía permanecer erguido, favorecería el desarrollo de las ceremonias fúnebres, el depósito y manipulación de los cadáveres y otros actos relacionados con la muerte y con el culto a los antepasados.

La escena sepulcral contaba además con un factor notable: la presencia de un dispositivo ornamental a base de pintura roja, áreas de piqueteado y de trazos incisos, que alcanzaría a todas las lastras parietales. El abstracto arte mural estuvo organizado en torno a la posición dominante del ortostato de la cabecera. En efecto, era ese bloque de labra cuidadosa el que mejor se vería desde el hueco de entrada a la cámara. Previamente regularizado, aún se observan los haces de estrías que alisan su superficie, recibió una decoración geométrica en la que destacan dos líneas quebradas que se afrontan, pintadas en rojo, asociadas a otras bandas y motivos del mismo pigmento y a series de triángulos igualmente rojos que festonean los márgenes derecho e izquierdo del bloque. A esa etapa le siguió otra piqueteada en la que se insiste en la elaboración de bandas quebradas que se entremezclan, a veces eliminándolos, con los motivos de color.

En los ortostatos del costado norte perviven desvaídas y muy parciales, otras líneas o bandas en zigzag, también pintadas en rojo. En contraste, el ortostato del hoyo excavado situado en el costado sur del recinto, ofrece algunas figuras grabadas, diseños lineales en cuya fuerte abstracción se puede considerar la posible alusión a hachas enmangadas; el instrumento-arma poseía en ambientes megalíticos un alto valor simbólico. En Santa Cruz, el hallazgo de un hacha excepcional de fibrolita se inscribe en la mejor tradición de las hachas de prestigio asociadas a mensajes de poder o de riqueza; interpretadas también como amuletos o, incluso, como símbolos de virilidad.

Resulta imprecisa una explicación del trasfondo de ese arte dominado por la geometría. Se ha considerado desde la ida de la «casa de los muertos» como trasunto de la cabaña neolítica, hasta la presencia de figuras relativas a seres o fuerzas protectoras de los muertos, de seres acompañantes en la ultratumba. Nacen estas últimas interpretaciones, lógicamente, de ciertos dólmenes que presentan figuras zoomorfas (serpientes, ciervos), o bien claramente antropomórficas, a menudo asociadas a esa reiteración de las composiciones de cenefas de triángulos, de bandas quebradas, etc.

Es ese arte, más allá de cualquier concreción sobre su trasfondo ideológico, parte de la coreografía sepulcral, inscrita en el mismo medio en el que a la oscuridad o incomunicación con el universo de los vivos se añade el misterio de la metamorfosis de los cadáveres; no domina, en fin, el impulso vacuo de, sencillamente, adornar la tumba.

Todo en el megalito de Santa Cruz transmite la singularidad de un monumento que exaltaría, en el territorio del Sella, el avance neolítico, el clareado del bosque y la imposición de lo cultural, de lo social, de lo humano, sobre el desorden natural. Esa singularidad es la misma perceptible en otros megalitos pintados de Galicia o norte de Portugal; pintar los dólmenes es algo exclusivo del occidente ibérico, entre los que se hallan los paralelos más precisos para este hoy excepcional testimonio cantábrico.
MIGUEL ÁNGEL DE BLAS CORTINA




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