domingo, 20 de febrero de 2011

Yo soy Máximo Manso


"El amigo Manso " Capítulo II. Benito Pérez Galdós




Soy asturiano. Nací en Cangas de Onís, en la puerta de Covadonga y del monte de Auseba. La nacionalidad española y yo somos hermanos, pues ambos nacimos al amparo de aquellas eminentes montañas, cubiertas de verdor todo el año, en invierno encaperuzadas de nieve; con sus faldas alfombradas de yerba, sus alturas llenas de robles y castaños, que se encorvan como si estuvieran trepando por la pendiente arriba; con sus profundas, laberínticas y misteriosas cavidades selváticas, formadas de espeso monte, por donde se pasean los osos, y sus empinadas cresterías de roca, pedestal de las nubes. Mi padre, farmacéutico del pueblo, era gran cazador y conocía palmo a palmo todo el país, desde Ribadesella a Ponga y Tarna, y desde las Arriondas a los Urrieles. Cuando yo tuve edad para resistir el cansancio de estas expediciones, nos llevaba consigo a mi hermano José María y a mí. Subimos a los Puertos Altos, anduvimos por Cabrales y Peñamellera, y en la grandiosa Liébana nos paseamos por las nubes.
Solo o acompañado por los chicos de mi edad, iba muchas tardes a San Pedro de Villanueva, en cuyas piedras está esculpida la historia tan breve como triste de aquel rey que fue comido de un oso. Yo trepaba por las corroídas columnas del pórtico bizantino y miraba de cerca las figuras atónitas del Padre Eterno y de los Santos, toscas esculturas impregnadas de no sé qué pavor religioso. Me abrazaba con ellas, y ayudado de otros muchachos traviesos, les pintaba con betún los ojos y los bigotes, con lo cual las hacía más espantadas. Nos reíamos con esto; pero cuando volvía yo a mi casa, me acordaba de las figuras retocadas por mí y me dormía con miedo de ellas y con ellas soñaba. Veía en mi sueño las manos chatas y simétricas, los pies como palmetas, las contorsiones de cuerpos, los ojos saltándose del casco, y me ponía a gritar y no me callaba hasta que mi madre no me llevaba a dormir con ella.
Yo no hacía lo que otros chicos perversos, que con un fuerte canto le quitaban la nariz a un apóstol o los dedos al Padre Eterno, y arrancaban los rabillos de los dragones de las gárgolas, o ponían letreros indecentes encima de las lápidas votivas, cuyas sabias leyendas no entendíamos. Para jugar a la pelota, preferíamos siempre el pórtico bizantino a los demás muros del pobre convento, porque no parecía que el Padre Eterno y su corte nos devolvían la pelota con más presteza. El muchacho que capitaneaba entonces la cuadrilla es hoy una de las personas más respetables de Asturias y preside ¡oh ironías de la vida!, la Comisión de Monumentos.

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