martes, 29 de julio de 2008

Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós


José Ignacio GRACIA NORIEGA


Don Pedro, nacido en Somió (Gijón) el 2 de noviembre de 1869, realizó a lo largo de su vida multitud de actividades, como le corresponde a un tipo de su exuberancia y características, y que, además, gracias a su saneada economía, podía permitírselo. Fue viajero, empresario, cortesano, político en ejercicio con asiento en el Senado, escritor cinegético, montañero y metafísico y, de manera especial, deportista, ocupación de desocupados que, en su tiempo, se pronunciaba en inglés: «sportman». También fue, por su intuición y constancia, y gracias a su influencia política, el introductor de los parques nacionales en España, que copió del modelo norteamericano.

A él se le deben el parque nacional de la Montaña de Covadonga, «la montaña sagrada» para él, declarado por ley del 22 de julio de 1918,

y el de Ordesa, declarado el 16 de agosto de 1918 e inaugurado dos años más tarde, el 14 de agosto de 1920. También estuvo a punto de ser declarado hereje por el obispo de Burgo de Osma, a causa de los conceptos vertidos en su libro «El crimen político fabricando menores y mujeres», publicado en 1922, a lo que respondió bravamente con el artículo «Perico Pidal, hereje», aparecido en «El Noroeste», y en el que no se desdecía ni retrocedía un paso. Entre otros conceptos peregrinos vertidos en su libro figuran en portada otros que no lo son tanto, como la categórica afirmación sobre que «sin libertad de discurrir estamos entonteciendo y maleando a España. Todos los males de España nos vienen por no discurrir. Es el problema de los problemas. Tiene la primacía sobre todos. Ver claro».

Don Pedro Pidal era tan sociólogo como teólogo lo fue su padre, pero allá se las apañaba. Escribió mucho, y en diferentes géneros: no todo ello es sensato. Citemos de sus títulos: «Espiritualismo lógico: síntesis de mi conciencia metafísica», «Instrucción pública», «¿Quijotes o celestinas? Violación de la España naciente», «El crimen político fabricando mujeres y menores», «Liberalismo dictatorial y despotismo democrático», «Segundo y símbolo, no sustituto», «El Filioque», «El misterio del uni en el verso», «Trinitario dinástico: descubrimiento de la verdad por la belleza», «Cristo a la Constitución o los tres ángeles del Evangelio formando escuadra para combatir la revolución, la bestia y el pecado» y «Franco y la filosofía», su obra última, publicada en 1940. Pese a los títulos, que suenan a puro disparate, don Pedro tuvo a lo largo de su vida una auténtica preocupación por la educación de sus compatriotas (llegó a llevar un ejemplar del «Quijote» al Senado, por si sus señorías no lo habían leído, que sería lo más probable), y, como liberal que era, siempre estuvo convencido de que el Estado («ese buen señor o mal déspota») no debe intervenir en asuntos que afecten al individuo, y mucho menos en su educación o en sus sentimientos religiosos.

Consideración distinta merecen sus escritos sobre montañismo y caza, como «El Naranjo de Bulnes y Peña Santa», «Picos de Europa» (en colaboración con José F. Zabala), «Lo que es un parque nacional y el parque nacional de Covadonga», «El lago de Enol», «La caza del oso en Asturias» (incluido en «Asturias», de Bellmunt y Canella, tomo II) o el divertidísimo panfleto «El oso del museo», en el que arremete contra un primo suyo, por causa de un oso. En estos relatos revela sus condiciones como escritor, que son considerables. Su prosa es robusta, elocuente en bastantes páginas, poética en otras y de tono épico en algunas, y casi siempre pintoresca. Es decir: que se lee a don Pedro Pidal con gusto y con sostenido interés. Su narración de la subida al Naranjo de Bulnes figura por derecho propio entre los clásicos de la literatura montañera.

En este artículo nos interesa, sobre todo, don Pedro Pidal como deportista. Practicó tres deportes: el montañismo, la caza mayor y menuda, y el tiro al pichón. En esta modalidad obtuvo, en los Juegos Olímpicos de París de 1900, la primera medalla olímpica ganada por un español, aunque su biógrafo, Joaquín Fernández, lo pone en duda, aportando, entre otras, una razón de peso: «Un dato decisivo para relativizar el "triunfo olímpico" de Pidal es la escasa relevancia que él mismo le dio, lo cual resulta sorprendente en persona de tan exacerbada vanidad. En el repaso de sus hitos vitales, a veces, ni siquiera llega a mencionarlo».

El gran timbre de gloria de don Pedro Pidal, y así él mismo lo reconocía, fue haber sido el primero en escalar el Naranjo de Bulnes. La vinculación de los Pidal con los Picos de Europa ya venía de tiempos de su padre, Alejandro Pidal y Mon, el cual incluye en sus «Discursos y artículos literarios» (Madrid, 1887), un magnífico artículo necrológico sobre el aventurero alemán, Roberto Frassinelli, que contiene una impresionante presentación de los cainejos: «¡Allí los tenéis -añadió (el pastor) con el tradicional tratamiento de su antiquísimo lenguaje, señalándome las más tajadas aristas de un insondable precipicio. Seguí con los ojos el tosco cayado del pastor y se me heló la sangre en las venas. Como una mosca imperceptible en el cuello de una botella, para seguir la comparación del pastor, un ser con figura humana acababa de aparecer en medio de la arista de una encumbradísima peña cortada a pico, sin que se pudiera comprender cómo humanamente podía sostenerse allí, en aquella luciente y bruñida vertical, colgada sobre el abismo».
Don Pedro, sabiendo que nadie había subido al Naranjo de Bulnes hasta entonces, estaba obsesionado porque alguien pudiera hacerlo antes que él, y aún más, porque lo hiciera un extranjero. Por aquellos días de 1904 se libraba en la costa asiática del Pacífico la guerra ruso-japonesa, en la que Japón, al no tener ningún político como Zapatero, derrotó, para asombro del planeta, al gigante ruso, convirtiéndose en potencia mundial. Don Pedro, con treinta y cinco años de edad, reconocía que escalar el Naranjo de Bulnes era para él algo así como la toma de Port-Arthur para los japoneses. Como entrenamiento viaja a Chamonix, donde escala la Aguja del Dru, de 3.755 metros, y seguidamente a Londres, a comprar una buena cuerda de pita. De regreso a España compra en la calle de la Salud de Madrid unas alpargatas de suela de cáñamo, que eran el mejor calzado para moverse entre las rocas, según los viajeros ingleses Chapman y Buck. Y de allí, a los Picos, acampando en la Vega de Ario, desde donde envía un recado a Gregorio Pérez, «el Cainejo», para que se reúna con él. Ambos escalan como aperitivo Torre Santa y Peña Santa el mismo día. La noche del 4 de agosto de 1904 don Pedro y Gregorio duermen «al par de unas cabras», al final de la canal de Camburero. Al amanecer se ponen en marcha en dirección al Naranjo y a las ocho de la mañana desayunan junto a una fuente, al pie del coloso. Luego, a subir. Tanto don Pedro como el Cainejo hicieron posteriormente detallados relatos de la aventura. En los tramos finales, don Pedro subía al Cainejo, más menudo, a puñados. Por fin, a la una y cuarto de la tarde coronan la cumbre. «El paisaje que divisábamos no era otro que el corazón de los Picos de Europa visto de en medio de ellos: glaciares, neveros, peñascales, torres, tiros, agujas, desfiladeros, pedrizas, pozos, robezos...». Don Pedro estaba emocionado. El Cainejo, aunque más acostumbrado a andar por las montañas, también.

No hay comentarios: