miércoles, 2 de marzo de 2011

Un momento del teatro decimonónico en Cangas de Onís



Francisco José Pantín Fernández


Tantas son las circunstancias del teatro en Cangas de Onís para mí desconocidas que no pretendo ofrecerles un artículo compendioso de esta manifestación artística, sino más bien una aproximación a un momento muy concreto de las representaciones teatrales en nuestra ciudad: los últimos años del siglo XIX. Las crónicas periodísticas publicadas en el semanario El Auseva, conservado en la colección hemerográfica del Museo Basilio Sobrecueva, me permiten hacerlo.

El salón-teatro de Alejandro Zaragoza se convierte en este tiempo en el lugar de reunión de la sociedad de Cangas de Onís, y no sólo de la clase acomodada. Como local espacioso es el más adecuado para distraerse en las horas de ocio, abandonando “los antros del vicio”. En él se celebran los bailes en días festivos y las reuniones necesarias, ya fuese para fundar asociaciones, como el Círculo de Artesanos, ya para recibir a destacadas personalidades, como el Barón de Covadonga. El ignoto crítico teatral que publica sus crónicas en El Auseva, alaba y agradece la visión del empresario que comprendió la necesidad de dotar a la entonces villa de Cangas de Onís de un centro recreativo donde pasar las largas y monótonas noches del invierno. El local que construyó, reunía las condiciones de espacio, ventilación y aislamiento de otros edificios que lo hacían merecedor, según aquél, “al título de teatro”, más, si cabe, por haberlo equipado con un escenario capaz para la representación de todo tipo de obras y de un decorado que para si quisieran muchos teatros de capitales de provincia.

Al propietario lo auxilia en esta empresa su hijo, José Ramón Zaragoza, que iniciaba en ese época una brillante carrera pictórica. Los decorados, debidos a su pincel, “son hermosos cuadros que no desdeñaría para un certamen el tribunal más severo y escogido”. Estos son: “uno de casa pobre; otro de casa rica, más bien regia, en que el pintor se esmeró, adornándola de dibujos, de exquisito gusto y de excelente efecto; otro de paisaje de que cada bastidor es un objeto de arte, una decoración de fondo admirable en sus menores detalles, que sorprenderá agradablemente al público, y un telón de boca de 20 metros cuadrados de superficie, lo que da una idea de las proporciones del local y del escenario, en que no se sabe que admirar más, si lo alegórico del asunto o las mágicas pinceladas del artista, que supo imprimir en él su inspiración y su talento, arrancando al arte sus secretos y sus sorprendentes efectos” y asevera el crítico: “es la obra de un maestro”.
No falta resolución para adquirir los elementos precisos que faciliten el éxito de las funciones que allí se celebran. Se compra un “soberbio piano manubrio, de inmejorables condiciones y con preciosos bailables” y después de la exitosa temporada ofrecida por Salvador Ibáñez en los últimos meses del año 1893, se añade una “elegante y bonita sillería” que embellece el local, advirtiendo orgullosamente a las compañías que actúan en las villas y pueblos de la provincia que se dispone de bonitas decoraciones y pianos para las representaciones. El Auseva reconoce el esfuerzo de Alejandro Zaragoza que “no omite medio ni sacrificio alguno para colocar su salón-teatro a la altura de los mejores de la provincia” correspondiendo así al favor constante del público, necesitado de espectáculos “que al propio tiempo que instruyan proporcionen alguna diversión”, asumiendo el revistero la teoría del teatro moral por la que éste, junto al arte, debía contribuir a la educación del espectador; “rancia y atrasadísima teoría”, según el literato Eusebio Blasco que afirma, con Larra, Valera y otros, que “el teatro no ha enseñado nunca nada, no ha corregido nunca nada, no ha modificado costumbre alguna” y sólo es un reflejo de la sociedad.
Con anterioridad, los espectáculos se desarrollaban al aire libre, en las calles de la villa, ya fuesen los “renombrados concertistas Ducha” que tocaban sus instrumentos de modo estrafalario, “el loco de amor”, un trovador callejero que declamaba eróticas composiciones o las compañías ambulantes, como la de saltimbanquis que actúa en la plaza del Mercado ante la generalidad del pueblo cangués o la de “canto y declamación” que elige como escenario la plaza de San Pelayo, sin otro aparato escénico que unas sillas y muebles caseros. Tres días trabajaron los artistas, bien acogidos por un pueblo “ávido de espectáculos”. Y si la calle no era lugar apropiado, se actuaba en el café de Labra como lo hizo el “célebre escamoteador inglés” Williams, que tragaba sables, bolas de billar y otras menudencias por el estilo.
El teatro Zaragoza de Cangas de Onís enriquece el circuito del oriente de Asturias, integrado también por las villas de Arriondas, Llanes y Ribadesella, y estimula la presencia en la comarca de compañías teatrales que, continuando con el sistema itinerante heredado de siglos pasados, realizan giras por las zonas rurales. Carecen de nombre artístico que las identifique, y las conocemos por el nombre de su director, al que se califica siempre, sea como un “primer actor de carácter”, un “reputado primer actor”, un “conocido primer actor” o con otro epíteto similar; es el responsable de la elección del repertorio y de la dirección escénica. Actúan en nuestra localidad, entre otras, las dirigidas por los actores Aranda, Gómez, Ibáñez, García, Sepúlveda o Recio, siendo su cuerpo de actores menguado, advirtiéndose en ocasiones carencias que impiden la representación de obras de enjundia. Así, accediendo a los deseos del público, el cuadro de zarzuela que dirige el actor Miguel C.
Recio en Cangas de Onís durante la celebración de las fiestas de San Antonio del año 1895 representa Marina de Arrieta, que “se cantó bien, teniendo en cuenta las facultades de los artistas”, dice el crítico teatral de El Auseva, y aconseja al grupo, compuesto por sólo cinco actores principales, que se dedique a obritas más ligeras, en que no se echen de ver deficiencias que es difícil se puedan subsanar. Cuando con motivo de la festividad de Covadonga regrese al escenario cangués, vendrá ya con una tiple “de facultades recomendables” y un tenor que se habían agregado en la villa de Ribadesella. A la limitación que supone el exiguo número de actores de las compañías que trabajan en provincias, se suma la carencia de formación de los mismos. Faltos de técnica y estudio, fundamentalmente por la precipitación de los ensayos, porque las obras no solían durar más de un día en cartel, lo que era menester pues con el recurso a la variedad y novedad de las piezas se atraía a los espectadores. Muchas veces se recurre a los aficionados de la villa o al Orfeón Cangués para completar las funciones, como en el año 1896 cuando los orfeonistas interpretan la Alborada de Pascual Veiga y la Xanina, creación del profesor de música de Llanes Estanislao Verguilla, obra que “por su preciosa sencillez, por la armonía del conjunto y por el sabor que tiene a nuestra Asturias”
contribuye al éxito de aquellos, que “alcanzarían un lugar preferente si les cayese en suerte un director de las aptitudes del Sr. García”, que actuaba en aquel tiempo en el teatro cangués —apostilla el redactor del semanario—.


A primeros de julio del año 1893 comenzó a trabajar en el salón Zaragoza una compañía “gimnástica, lírica y dramática”, dirigida por el señor Aranda, que interpreta juguetes cómicos tales como las Angustias de un Procurador, Pepita, La Casa de Campo, Los dos Sordos, Este cuarto no se alquila o “el despropósito en un acto” titulado Un tigre de Bengala. Las funciones se iniciaban a las nueve en punto de la noche y el precio de las entradas era de una peseta para los asientos de butaca y 50 céntimos la entrada general. Vemos en El Auseva que se califican como magníficas algunas representaciones y como “excelente actor” al director de la misma. Y se reseña que la gran asistencia al teatro se debe a que “el público cangués aprecia y recompensa el mérito”, contribuyendo a los éxitos obtenidos la buena elección de las obras. Éstas, una variada gama de subgéneros dramáticos que proveen al llamado teatro por horas, se denominan sainetes, juguetes cómicos, comedias, zarzuelas, parodias, despropósitos o de cualesquiera otra manera, dentro de una anarquía auspiciada por la nula unidad de criterios de los dramaturgos al nombrar sus trabajos. De El Auseva tomamos una definición del juguete cómico, género propiamente decimonónico, tan asiduo en el teatro cangués: “una serie de escenas sin la trabazón y unidad de una verdadera comedia, en las que se sacrifica la verosimilitud a las situaciones cómicas y ridículas y a los chistes de buena ley”, escenas que plantean un enredo o equívoco amoroso que al final se deshace.


La función teatral completa consta de cuatro partes, tres actos de la obra principal y el fin de fiesta a cargo del juguete cómico, un contrapunto al drama representado. Pero no siempre la pieza principal consta de tres actos, por lo que la estructura varía, incorporando un intermedio, que puede ser musical. Lo que sí se mantiene es la función como un espectáculo totalizador, suma de distintos géneros donde drama o comedia constituyen el núcleo de la función, acompañados de otros elementos menores, con carácter complementario, que contribuyen al éxito o fracaso de la representación.

En el mundillo teatral de la localidad ocupa un lugar preeminente el crítico del semanario, del que ignoramos su identidad, como también les ocurre a los lectores del periódico, según leemos en el suelto aparecido en el número 183 de 7 de octubre de 1894: “Sin fundamento alguno se han atribuido a determinadas personas las dos anteriores revistas del teatro que publicó El Auseva. El autor de esos trabajos ni es natural ni vecino de esta Villa. Creemos que quedará satisfecha la curiosidad de los interesados en ese asunto y de los que ponían de oro y azul al revistero”. No es exclusivo de Cangas de Onís que el crítico sea desconocido, ni tampoco que con sus juicios influya en el devenir de una compañía en la localidad. Sus crónicas incluyen comentarios de las obras y los actores que las representan o invitaciones a los aficionados para que reconozcan las excelencias y esfuerzos de los artistas acudiendo al teatro, y en algún momento ejerce como mediador entre el público y las agrupaciones, a las que transmite los deseos y sentires de aquél o simplemente les manifiesta sus gustos; en otros, asume el papel de consejero, para bien del espectáculo en general, pero siempre ajustado al dictado de las buenas costumbres. Benevolentes, aunque no complacientes, son sus juicios acerca de las obras escritas por autores locales, que también los hay. Entre ellos encontramos a Juan Gracia y Rada, colaborador del semanario, a quien el cuadro de Salvador Ibáñez representa un juguete cómico titulado Un Jaleo en el campo. Alude nuestro cronista a su amistad con el autor y señala con objetividad que el desarrollo se resiente de demasiada precipitación, achacable a la inexperiencia, pese a lo cual considera que la obra merece la aprobación de la crítica, uniéndose de esta manera a la concurrencia que con sus aplausos llamó al autor a escena. Otro periodista de El Auseva, Arturo González, alias Rotuar, ve representada, en este caso por la compañía del Sr. Gómez, otro juguete cómico titulado ¿Vieja y soltera?... ¡a un gallego!, segunda de sus obras, donde “la crítica acerba y dura no cabe” por razones de compañerismo y afinidad entre ambos. La reseña no es parca en absoluto, por lo que conocemos que la pieza es “un juguete aceptable para cualquier teatro (...) que no pocas obrillas ligeras se representan con aplauso en los coliseos de la Corte que no valen ni con mucho lo que la obra estrenada”. Un argumento sencillo, carente de novedad, con personajes de caracteres poco relevantes y a veces exagerados, es el armazón de esta obra donde el novel autor “no se ha propuesto otra cosa que hacer un ensayo, una prueba de sus aptitudes en el género cómico”, revelándose “de buena cepa con condiciones para realizar obras de más altos vuelos”.

El gusto por el teatro ha calado en la sociedad canguesa, no solo entre los literatos locales sino también en ocasionales actores aficionados que, como hemos dicho, al completar los reducidos elencos profesionales permiten la representación de algunas obras. En el año 1896, vacía durante largo tiempo la escena canguesa, un grupo de jóvenes de la villa pone en escena los dramas de José Zorrilla El Puñal del Godo y La Calentura. La función, a beneficio de los soldados enfermos y heridos en las guerras de Cuba y Filipinas, llenará casi por completo el teatro Zaragoza, arrojando una recaudación neta de 101,20 pesetas, con las entradas a 4 y 2 reales. Actuaron los señores Dupuy, profesor de música en Cangas de Onís y pianista habitual del teatro, Menéndez, Martínez y Valle, y la señorita Teresa Díaz, siendo la primera vez que pisaban un escenario. ! Un instrumento para ganarse el favor del público es la representación de obras cuya temática,
por adaptarse al gusto local, asegure la concurrencia: así ocurre con la de Recio que con motivo de las fiestas patronales de Cangas de Onís interpreta la zarzuela en un acto Las Tentaciones de San Antonio (1890) de Ruperto Chapí. Más significativo es el caso de La Batalla de Covadonga, drama en tres actos y en verso de Enrique Zumel, de costosa exhibición, tanto por el decorado como por el vestuario, lo que supuso un esfuerzo económico para la compañía de Ernesto Gómez y el propietario del teatro, que “no omitieron gasto alguno”. El 4 de noviembre de 1894 se puso en escena esta obra “de grande espectáculo”, con un lleno tal que, ocupadas todas las localidades, pasaban de cien las personas que se mantuvieron de pie durante la función, y el público no solo era cangués sino que también estaba presente un buen número de forasteros en el teatro, que para la ocasión lucía sus mejores galas, pues “la obra se presentó como nunca se ha visto en Cangas, ni creemos se vea en muchas partes” a lo que contribuyó el joven pintor local José Ramón Zaragoza “que con sobresaliente ingenio y armonizando los lienzos del escenario con la infinita variedad de colores que sabe dar a su pincel, nos hizo ver una parte muy conocida de la montaña en donde se venera y rinde fervoroso culto a la Reina de las Batallas”. También recibe elogios el vestuario, “escrupulosamente copiado de la historia y de varios retratos, causando un efecto sorprendente la exactitud de los trajes que se usaban hace once siglos”. Se logró el efecto pretendido y ajustado al esfuerzo que supuso su representación, pues los actores ejecutaron sus papeles en una ovación continua, en especial su director “que hizo un Pelayo admirable”, tanto que el crítico, emocionado, escribe: “Así se trabaja D. Ernesto; así es como se arrebata al público que le contempla y aplaude lo mucho que V. vale”. Un público entusiasmado con escenas como la jura y proclamación de Pelayo como rey o la batalla entre moros y cristianos, cuadro este de una belleza “inimitable”, que alcanza el paroxismo cuando en pleno fragor de la lucha aparece la Virgen de Covadonga, causando un “efecto agradabilísimo en los ánimos de los que por fortuna presenciaban tan admirable conjunto”.

Para que ud., lector, pueda hacerse una idea, siquiera aproximada, de lo que era una temporada teatral en Cangas de Onís en aquel tiempo, trazo sucintamente el desarrollo de la inaugurada el 8 de diciembre de 1893 por la agrupación de Salvador Ibáñez, que triunfará en la escena canguesa durante casi dos meses. Su llegada ocasiona un cambio en las crónicas teatrales del semanario El Auseva, aumentando su espacio y transmitiendo una mayor hondura en sus juicios.
Críticas muy positivas desde la primera comedia representada, la titulada Otro gallo le cantara de Enrique Zumel. Se destaca el trabajo de la Srta. Ibáñez, “de arrogante figura y de excepcionales dotes para el arte de Talía” y del primer actor, pero todos vieron interrumpida su labor por los aplausos, saliendo a escena al final de la representación. Resume el sentir del público, que marchó complacidísimo de la función, con estas palabras: “Los apreciables individuos, que constituyen esta, cumplen a conciencia su cometido, y si a esto se agrega la inmejorable atmósfera que se respira en el local, y que es la más conveniente en estas frías noches de invierno, puede asegurarse que los espectáculos sucesivos se verán favorecidos por una escogida y numerosa concurrencia”. Se anota también la satisfacción y elogios que generaron el “soberbio telón de boca y decoración exhibida en esta noche, por el efecto y perfección que supo imprimir en ésta y en aquél el inteligente artista” José Ramón Zaragoza.

En la segunda jornada, en un local casi lleno, interpretó el “excelente” cuadro líricodramático de Ibáñez “de un modo inmejorable” la comedia de Zamora Caballero Del enemigo el consejo (se pedirá por “algunos de los más asiduos concurrentes” su repetición) y el juguete El que nace para ochavo, con la aprobación de los asistentes. Nuevamente tuvieron que salir a escena los actores para recibir los aplausos del público. Concluye el crítico que “en vista de este éxito, no puede dudarse que el teatro de Alejandro Zaragoza será el punto preferido de reunión de nuestra buena sociedad”, que también pudo contemplar las obras Fuego del Cielo, La mujer de Ulises, Las Cerezas, de Mariano Pina Domínguez, y Roncar despierto. Tal éxito cosecha que se programan funciones, además de los domingos, los jueves y otros días festivos, como el lunes de Pascua. El domingo 17 de diciembre, en el salón Zaragoza “parecía que se habían dado cita para aquel sitio todas las más distinguidas familias de esta localidad”, —dice nuestro crítico— y añade que pocas veces se ha visto el teatro tan esplendoroso ni tan concurrido, saliendo el público satisfecho,“como siempre”, del programa ofrecido, en el que destaca un intermedio cantable que por su “buen gusto y la buena combinación de voces, contribuye al éxito” de aquél. Pese al mal tiempo reinante se consiguen buenas entradas para ver unas funciones que se estructuran en tres partes: una primera obra de mayor enjundia, un intermedio (en la primera función se cantó un vals coreado titulado Sueño feliz, “con mucho gusto y afinación”, mereciendo los honores de ser repetido) y el juguete cómico con que se concluye. Se alaba el trabajo de la Srta. Ibáñez, de las señoras Goce y Lacambra y el de Emilio y Arturo Ibáñez. Otras obras representadas fueron La Cruz del Matrimonio (1861) de Luis de Eguílaz,
La primera postura, Los trapos de cristianar, de José Estremera y la parodia del Tenorio El Novio de doña Inés, de Javier de Burgos.

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