sábado, 18 de febrero de 2012

El bibliófilo Felipe de Soto Posada

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ENTREVISTAS EN LA HISTORA

José Ignacio Gracia Noriega

No gozan de buena fama los bibliófilos en general, porque parte de ellos (no digo todos) coleccionan libros como quien colecciona piedras o esquelas mortuorias, y los más no los leen, por si se desgastan. Conocí a uno de este gremio para quien la aventura del libro terminaba en el momento en que el libro llegaba a su poder, lo fichaba y lo colocaba en el lugar que le había asignado en la estantería. Podía pasar años detrás de la pista de un libro, mas en el momento en que lo adquiría perdía todo interés. Este bibliófilo, sin duda alguna, pertenece a la estirpe de los cazadores a los que no les gusta la caza y de los pescadores que no comen lo que pescan. En cierta ocasión me dejó un ejemplar intonso. Naturalmente, abrí sus páginas para leerlo, y cuando se lo devolví, llevó el gran disgusto, y me echó una bronca: «¡Pero cómo se te ocurrió abrirlo...!». No concebía que los libros, además de servir para muchos otros usos, a lo que parece, sirvieran también para ser leídos.

Ramón Rodríguez Álvarez, director de la Biblioteca de la Universidad de Oviedo, defiende en su estudio «Dos bibliófilos asturianos del siglo XIX: Felipe de Soto Posada y Sebastián de Soto Cortés» que, contra lo que se opina, «Asturias ha sido tierra de destacados bibliófilos», aunque «no se les ha prestado la atención que merecen». Ya en la Edad Media sobresalieron obispos ovetenses bibliófilos, como el famoso don Pelayo, o don Gutierre de Toledo, y en época renacentista, don Diego de Muros. De don Gerónimo de Velasco, que tomó posesión como obispo de Oviedo en el año 1556, anota Marañón de Espinosa que, «aunque tenía gran librería, no había volumen que no tuviese visto y anotado y pasado hasta la última hoja». Esto es, era lo contrario del bibliófilo de sainete.

También fue bibliófilo de mérito don Felipe de Soto Posada, inculcándole esa afición a su hijo don Sebastián de Soto Cortés, este último gran coleccionista de libros raros y objetos artísticos y arqueológicos. «Ambas figuras –escribe Ramón Rodríguez–, emparentadas no sólo por estrechísimos lazos de sangre, sino también por la profunda pasión que uno y otro sentían por los libros, lograron reunir importantes colecciones, que en su mayor parte, al igual que muchas de sus antigüedades arqueológicas, permanecen felizmente en nuestra tierra».

Visitamos a don Felipe de Soto Posada en su palacio de Labra, concejo de Cangas de Onís, elevado sobre el valle de Corao y que ofrece, desde la galería del Sur, un espléndido paño de los Picos de Europa cerrando el horizonte, con las cumbres y las laderas cubiertas de nieve. La visión es majestuosa, pero don Felipe prefiere pasar a la biblioteca, en la que se está más caliente.

—Pues muy bien –comienza a decir don Felipe de Soto Cortés–. Así que me va a hacer una entrevista. Ya sé que le hizo una a mi hijo Sebastián. ¿Y yo qué tendré que hacer ante sus preguntas? ¿Contestar o responder? Dígame qué le parece.

—Me parece una memez andar distinguiendo entre «contestar» y «responder», pero bien sé que no es cosa suya, don Felipe.

—A mí también me parece una memez. Pero pregunte, que respondo.

—Responda o conteste, según le convenga. Yo le pregunto dónde nació.

—Nací en Villaviciosa, el jueves 8 de noviembre de 1798, siendo bautizado el mismo día en la iglesia de Santa María de Concejo de esa villa. Mi padre era don Pedro Soto Ribero, natural de Labra, en el concejo de Cangas de Onís, y mi madre, doña Lorenza Posada Jovellanos, de Onao, en el mismo concejo. Mi abuela materna, doña Juana Jacinta Jovellanos y Rodríguez de Miranda, era la segunda hermana del ilustre Jovellanos. Mi vida siempre estuvo muy vinculada a este palacio de Labra, así como la de mi hijo, Sebastián de Soto Cortés, a quien usted ya conoce. Mi padre era alférez de navío de la Real Armada, y al quedar viudo de mi madre, contrajo nuevas nupcias con doña Antonia Argüelles Cienfuegos. Siendo yo niño de 11 años, y mi hermano Sebastián más pequeño, fuimos trasladados a Andalucía, donde mi padre había fletado el bergantín «Carmen»: pero murió poco después en Sevilla, a finales de 1809, quedando mi hermano y yo al cuidado de unos tíos, que nos dieron mal trato, por lo que hube de escribirle una carta a nuestro abuelo materno, don Sebastián de Posada, el cual nos reclamó y nos devolvió a Asturias.

—¿Y en Asturias inició su educación?

—Sí, en el monasterio de Celorio, donde fray Bartolomé Mayor, el monje encargado de nuestra educación, hizo todo lo que estuvo en sus manos para hacernos desagradable nuestra estancia allí. Por fin, la justicia territorial nombró tutores nuestros a don Ramón de Posada y Soto, presidente del Supremo Tribunal de Justicia, y a don Pedro Inguanzo y Rivero, canónigo doctoral de la catedral de Oviedo, que llegaría a ser, con el tiempo, arzobispo de Toledo y cardenal. Gracias a ello, mi hermano y yo cursamos los estudios de Leyes en Valladolid, donde tuvo lugar la muerte de mi hermano Sebastián, muy joven aún. Yo, por mi parte, contraje matrimonio con Luisa de Llanos Noriega, hija de don Bernardo de Llanos Cifuentes, regidor perpetuo del concejo de Gijón y coronel de Infantería del Regimiento Principal de Oviedo, contando yo 19 años, lo que provocó cierta oposición familiar. Nos unimos en matrimonio el 21 de abril de 1818, y al morir ella poco después, en 1821, contraje nuevas nupcias, en 1827, con María Cortés Llanos, hija del coronel don Francisco de Cortés. De este matrimonio nació mi hijo Sebastián de Soto Cortés.

—Por lo que me dice don Ramón Rodríguez, usted se encuentra en muy saneada situación económica.

—Sí, es cierto. Al haber muerto mi hermano Sebastián sin descendencia, pasaron a mí diversas propiedades que me convirtieron en «un rico hacendado del oriente de Asturias», que es como tiene la gentileza de denominarme su amigo y mío don Ramón Rodríguez. Ahora bien: no me limité a recibir esta herencia de manera pasiva, sino que procuré engrandecerla.

—¿Comprando bienes desamortizados?

—Antes de que se perdieran por abandono o en otras manos... Téngame por buen católico, Noriega, ante todo. Además, mis bienes no se reducían a Asturias, sino que también tengo posesiones en Sevilla e intereses comerciales y bancarios en Burdeos.

—De todos modos, calculo que la administración de sus bienes le dejará mucho tiempo libre. Y con tiempo libre y mucho dinero, se pueden ir formando buenas colecciones bibliográficas y artísticas.

—Sí, es cierto, pero no crea usted que yo limité mi actividad a la de un hidalgo rural que vive entre sus casas de Labra y Posada dedicado a una actividad tan extravagante como es el coleccionar libros. También me dediqué a la política, como le corresponde a mi clase y condición, siendo miembro de la Junta General del Principado en representación de Cangas de Onís, y más tarde, diputado provincial desde 1835 a 1847. En las elecciones de 1836 para la formación de las Cortes Constituyentes yo figuré como diputado suplente por la circunscripción de Oviedo, siendo diputado titular don Agustín Argüelles, el cual, al optar por la circunscripción de Madrid, dejó vacante la de Oviedo, por lo que le sustituí, tomando posesión de mi cargo de diputado por Asturias en Madrid el 4 de noviembre de 1836. Pero lo mío no era la política, por lo que presenté la renuncia al acta de diputado, siendo aceptada el 28 de febrero de 1837. Me sucedió don Alejandro Mon, que sí es un político nato. Posteriormente, de 1847 a 1852, fui de nuevo diputado provincial en representación de Cangas de Onís. Siempre como liberal.

—¿Cómo empezó a formar su biblioteca?

—Oh, eso llevaría mucho tiempo detallarlo. He conseguido reunir incunables, ediciones raras y manuscritos importantes, además de una buena colección musical, pues soy algo músico y capaz de tocar el violín y la viola. Entre mis joyas se cuenta un violín Stradivarius, que había pertenecido al cardenal Inguanzo, buen amigo mío. En mis frecuentes viajes, tanto por España como por el extranjero, procuré aumentar las colecciones bibliográficas y artísticas.

—Siendo hombre de tanto libro, ¿no le dio por escribir?

—No, escribí poco. Pero colaboré, porque él me lo pidió, con don José Caveda y Nava en la «Memoria histórica sobre la Junta General del Principado».

—¿Conoció a don Roberto Frassinelli?

—Sí, claro. Era un depredador. También padeció el influjo de pésimas amistades que afearon su personalidad póstuma.

La Nueva España · 17 de enero de 2005

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